Juventud Cristiana
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Mensaje por MeC Miér Mar 12, 2008 11:02 am

Vidas privadas


Aún recuerdo la primera vez que sucedió. Fue en un congreso de líderes en la bella Sydney, Australia. La reunión era avivamiento puro o, al menos, lo parecía. Mi tarea era predicar un sermón alentador y culminar el servicio. La gente movía ampulosamente las manos y no paraban de saltar, mientras que los músicos entonaban melodías increíbles; la alabanza australiana realmente es enriquecedora.
Los ministros que estaban a cargo de la reunión, preguntaban una y otra vez si estaban dispuestos a conquistar el país, mientras que la multitud no paraba de gritar eufóricamente.
¿Eres un predicador?, entonces debes saber lo que yo sentía en ese entonces. Es más fácil predicarles a un grupo de gente moribunda que tratar de sorprender con una palabra fresca a gente que pareciera tenerlo todo. Los jóvenes no paraban de bailar y saltar entre las butacas del enorme edificio. Los más viejos, sin excepción, movían unos ruidosos panderos por toda la congregación. Era, lo que llamo, un servicio ensordecedor. O cantas y gritas o te vas, no puedes mantenerte en la mitad.
Mi pregunta era cuál sería el mensaje que debía darles. Esa gente estaba a dos centímetros del suelo. Durante la última canción, cambié mis bosquejos, y me dispuse a darles un sermón de aliento, algo acerca de conquista o victoria, o algo así.
Cuando al fin todos se sentaron, algo comenzó a ocurrir. Mientras que el público me miraba esperando que saludara, yo podía sentir al Espíritu de Dios que me susurraba:
«Háblales de mi gracia».
Tuve una lucha espiritual intensa. Obviamente, Dios debió haber estado ocupado en alguna gran cruzada con Billy Graham, llegó tarde a la reunión y es por eso que no conoce demasiado a esta gente. Yo sí estuve todo el servicio. Estos australianos viven un avivamiento. Quieren que alguien les hable acerca de lo que viene por delante, de ministerios, de dones. Ellos ya están perdonados, son algo más que ovejas, son líderes de primera línea.
«Háblales de que mi gracia es abundante para ellos», insistió.
Y fue entonces cuando ocurrió. No lo hubiese hecho, de no ser porque sabía que Dios estaba detrás del asunto.
«Quiero que los que tienen una intensa lucha con un estúpido hábito oculto, lo confiesen esta noche», dije, «me refiero a ese "gigante" que te abofetea en la intimidad. Nadie lo sospecha, ni siquiera lo sabe tu esposa, tus padres, ni tu mejor amigo, pero estás consciente de que ese "hábito" escondido está arruinando tu unción».
El silencio en el edificio era demoledor.
«Sabes que deberías tener un ministerio ungido, pero te conformas con mucho menos, por culpa de esa debilidad que no te da tregua. No importa cuán santo parezcas, si sabes que ese hábito hace que tu unción no sea pura».
Dios sabe que no fueron muchas más palabras, cuando alguien irrumpió en un seco sollozo entre la multitud.
«Quiero que todos cierren los ojos», supliqué, «y necesito que aun los que estén grabando apaguen sus cámaras, no quiero que sientas vergüenza. Quiero pedirte que si reconoces que un estúpido hábito te está amarrando al pasado e hipotecando tu futuro, levantes tu mano».
Algunas manos, tal vez diez o doce, se levantaron con timidez.
«Sé más específico», me dijo el Espíritu con una voz clara.
«Los que no pueden abandonar la masturbación compulsiva. Los que están atados a la pornografía por internet, revistas o cualquiera de sus formas. Los que amanecen en la cama ajena virtualmente, engañando a sus esposas en su mente.
Los que anhelan que su mujer se muera, en algún accidente repentino, para enviudar y casarse con otra dama que ya tienen en mente. Los que se sienten invadidos sin piedad por pensamientos impuros, llenos de lujuria.
Los que se han permitido caricias íntimas y genitales con sus novias. Los que luchan con pensamientos de homosexualidad».
Ahora todo el recinto estaba lleno de manos. Los líderes, los colaboradores y los que hasta hace un momento estaban dispuestos a conquistar la nación. Allí estaban, llorando amargamente, hartos de pedir perdón por el mismo pecado crónico.
La primera vez que pecas, te tiras ante la presencia de Dios y suplicas piedad, ruegas que la sangre de Cristo te haga limpio, puro otra vez. La segunda, consideras que es necesario prometer algo, decir alguna frase como «Prometo que jamás lo volveré a hacer», «Nunca jamás consumiré pornografía o acariciaré esos asquerosos pensamientos». La tercera vez, te autoimpones un castigo, algo que te duela, para demostrarle a Dios que ahora va en serio: «Voy a quitar el servicio de cable del televisor» o «Volveré al correo tradicional, ni siquiera usaré el e-mail, para no tentarme a navegar en sitios sucios» o «Dejaré a mi novio aunque sienta que lo ame».
La cuarta vez, ya no quieres ir. Ahora sí, sientes que tu vida es un fraude. Y te sientas a los pies de la cama, a dialogar con Satanás.
«Ahora si la hiciste fea. Hasta Dios tiene sus límites. Una cosa es equivocarse una vez, dos y tal vez hasta tres. Pero ya has perdido la cuenta». Y dices: «Creo que Dios está harto de verme fracasar».
«No lo dudes», responde quien desea verte arruinado. «Tienes un problema, una debilidad, un horrible y repugnante pecado que te deja fuera de la liga. La masturbación es tu kriptonita, te está destruyendo. En tu lugar, me distanciaría de las cosas santas, que obviamente no son para tipos como tú».
Y es entonces cuando se produce el contrasentido, lo ilógico. Pospones orar hasta arreglar tu debilidad primero. Dejas de lado la consagración porque te sientes indigno, sucio. No te involucras porque consideras que has traspasado todos los límites del perdón. Y te convences de que no naciste para ser campeón. El hábito logró dejarte en la lona. A mitad de camino, postrado en la pista.

Hice una última pregunta aquella vez en Sydney: «¿Cuántos sienten como si Dios ya no quisiera perdonarlos?
Creo que todos, absolutamente, levantaron sus manos temblorosas. Los mismos que parecían vivir una panacea de avivamiento, ahora confesaban sentirse indignos del Señor.
No quiero que me malinterpretes, no trato de hacer apología del pecado. Me considero uno de los mayores defensores de la santidad. Durante años solo me dediqué a predicar acerca de la integridad. Nuestras cruzadas han tenido como lema proclamar una generación santa. Pero la santidad sin gracia solo es legalismo.
Esos miles de líderes se equivocaron tanto, convivieron con la debilidad a tal punto, que llegaron a creer que Dios ya no estaba dispuesto ni siquiera a oírlos. Es que el hábito oculto tiene la singularidad de colocarte a la puerta del templo, como el cojo que pedía limosna en el templo de la Hermosa.
Tienes un área coja que te impide caminar. Tu vida de oración se reduce a la raquítica tarea de hilvanar dos o tres frases sin sentido antes de quedarte dormido. Tu comunión con el Señor es nula. Estás a la puerta, sabes todo lo que pasa dentro de la iglesia, pero también sabes todo lo que ocurre afuera. Vives en la mitad, como un cristiano nominal. Sabes demasiado como para considerarte un inconverso... pero no lo suficiente como para ser un santo. Vives en santidad un poco... pero también pecas un poquito. Alabas al Señor y también maldices otro poco. Levantas tu vista al cielo a veces, pero tus ojos son vagabundos en algunas ocasiones.
Cojo del alma. Minusválido espiritual. Lisiado ministerial. Paralítico del corazón a causa de un estúpido hábito oculto. Y la horrible sensación de que Dios ya no te quiere recibir.

«Lo siento», pareciera excusarse un ángel, «le dije a Dios que vino a verlo, pero me dice que no puede recibirlo, usted es demasiado inmundo para presentarse aquí».
Lo oculto arruinando lo público.

Pero cuando el arrepentimiento es genuino, el error desaparece del disco rígido de la computadora eterna. Ni siquiera figura en «elementos eliminados». Dios se olvidó. Y olvidó que se olvidó. El expediente fue borrado.
Aún recuerdo algunas expresiones en los rostros de aquellos líderes en Sydney. Fue la primera vez que prediqué acerca de la gracia y desde aquel entonces, no he dejado de mencionarla. Cuando creían que ya estaban fuera de las grandes ligas, alguien volvía a creer en ellos. Manos temblorosas de grandes campeones, que se negaban a subir al cuadrilátero por considerarse lisiados. El milagro de la gracia tapando los huecos oscuros del alma. Los rincones tenebrosos de la intimidad sacudidos por la luz de la nueva oportunidad. Dios, otra vez, dispuesto a perdonarlos, diciéndoles que su gracia era abundante para ellos.
El sexo libre, la pornografía, lujuria, la masturbación.
La mentira, engaño, el adulterio.
La cama ajena, pensamientos impuros, los ojos desenfrenados.
No importa el nombre del delito, el secreto es que si para encontrarse con el paraíso, hay que ir a la cruz, vale la pena pasar por allí otra vez.

Dante Gebel
Adaptado de "El código del Campeón"
(Editorial Vida-Zondervan)
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